Lo
que antes eran acontecimientos excepcionales —olas de calor y mega incendios
interminables, tormentas extremas e inundaciones catastróficas, sequías y
desertificación creciente— se ha vuelto más frecuente y sus impactos se agravan
por la lógica del planeamiento territorial basada en la maximización del
beneficio. La desertificación se expande, los incendios arrasan con mayor
frecuencia y ferocidad. La naturaleza lanza alarmas; las extinciones masivas y
la pérdida de comunidades por la subida del nivel del mar ya están en marcha.
Esto
no se debe a “fallos del mercado”, a la “mala gestión” de un político o a una
“conspiración empresarial”. Este colapso acelerado se deriva de la propia
naturaleza del sistema económico actual: un sistema construido sobre el trabajo
de la mayoría, con todas las ganancias capturadas por una minoría que dicta la
producción y la inversión. Para sobrevivir a la competencia, las empresas
sacrifican las necesidades sociales y ecológicas para maximizar beneficios.
Todo es prescindible: los salarios de las personas trabajadoras, los
ecosistemas, comunidades enteras. El resultado aparece en dos tendencias
contradictorias.
La
naturaleza es tratada simultáneamente como recurso gratuito y como vertedero,
mientras cada aspecto de la vida —incluida la propia naturaleza— es
mercantilizado. La destrucción ambiental se convierte en otra oportunidad de
negocio. Cuando un río se contamina, su limpieza pasa a ser un nicho de
mercado. Lejos de proteger los ecosistemas, esta lógica los subordina a la
rentabilidad. Los cambios en curso como resultado de la contaminación por
carbono se ven agravados por el desdén general del capitalismo hacia el medio
ambiente: los efectos acumulados de los ataques a la fauna, a nuestras aguas y
mares, y al aire que respiramos.
Estos
impactos son globales, pero no se soportan por igual. Las multinacionales y los
grupos económicos, respaldados por las grandes potencias capitalistas, explotan
a los países menos poderosos mediante la depredación de sus recursos, la
externalización de la contaminación y el vertido de residuos tóxicos. Mientras
tanto, la propaganda nos culpa a nosotros, como si las personas eligieran
libremente el transporte que usamos, los alimentos que podemos permitirnos, los
lugares donde vivimos o los trabajos que debemos aceptar para sobrevivir. La culpa
recae en un sistema que no nos ofrece alternativas reales. En cambio, se hace
pagar a la clase trabajadora por la “protección ambiental” mediante impuestos
al combustible y la electricidad, mientras las élites contaminantes vuelan en
jets privados y corporaciones como TotalEnergies, Shell y los grandes bancos no
solo abandonan los objetivos climáticos, sino que ganan millones de euros con
soluciones falsas e incluso contraproducentes como el mercado de licencias de
carbono. Las comunidades se ven forzadas a una elección cruel: someterse a
industrias contaminantes o afrontar el desempleo y la desesperación.
En
todo el mundo, la masa política se desplaza cada vez más hacia la derecha y, a
medida que lo hace, el discurso niega crecientemente la evidencia del cambio
climático y del colapso ambiental. Hay razones para ello: primero, para
aglutinar apoyo de la clase trabajadora contra la acción climática presentando
la preocupación climática como “woke”, una preocupación burguesa y afectada;
segundo, para desviar el debate sobre quién tiene la responsabilidad, los
costes y las reparaciones; y, por último, para proteger oportunidades de
beneficio.
DECLARACIÓN CONJUNTA ANTE LA
CELEBRACIÓN DE LA COP30
Entre el 10 y el 25 de noviembre próximos se está celebrando en Belém (Brasil)
la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (COP30). En
paralelo, y apoyados por el Gobierno de Brasil, se celebrará en la misma ciudad
la Cumbre de los Pueblos. El PCE, junto a los Partidos hermanos Partido
Comunista Portugués, Partido Comunista de Francia, Partido del Trabajo de
Bélgica y Partido Comunista de Gran Bretaña han firmado una declaración
conjunta a la que pertenece este extracto
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