El apagón que vivimos ayer en la
península ha vuelto a ser un momento de esos que parecen imposibles hasta que
suceden. Por ahora sabemos muy poco respecto a esta anomalía, y es importante
no sacar conclusiones precipitadas. Habrá tiempo de esclarecer los
hechos y analizar.
Sin embargo, hay algo que sí podemos
afirmar sin duda: ha quedado demostrado el civismo y la solidaridad de
nuestro pueblo, y el valor irremplazable de los
servicios públicos. Cuando el suministro energético se cortó, fue el
resto de servicios como las emergencias, transportes y sanidad los que
intensificaron su labor para evitar el caos.
En distintos puntos del país se han
vivido situaciones muy complicadas: rescates en ascensores, carreteras
colapsadas durante horas, largas caminatas de trabajadores y trabajadoras para
volver a casa, que evidencian que lo público estuvo donde tenía que estar, pero
podría haber sido menos duro si estuvieran dotados de más recursos. Nuestros
sistemas públicos nunca se recuperaron completamente ni de la crisis económica,
ni de la pandemia, y estas son las consecuencias.
Esto nos reafirma en una
convicción: lo público debe ser sólido, redundante e
incluso sobredimensionado. No podemos permitir que hospitales,
ambulancias o transportes operen al límite en su día a día. Si lo normal es la
saturación, queda poco margen para las emergencias.
Esta crisis visibiliza la importancia de los cuidados para quienes más los
necesitan: personas mayores, dependientes o personas en contextos de exclusión
social son quienes sufren primero y con más dureza la falta de suministros
básicos. Y no solo por parte de los usuarios, sino también por los trabajadores
y trabajadoras públicos y su seguridad laboral. Necesitamos
proteger a quienes sostienen nuestros servicios esenciales,
garantizar sus derechos laborales, sus condiciones de trabajo y su bienestar
físico y mental. Son ellos y ellas quienes nos cuidan en los momentos
difíciles, y merecen ser cuidados también.
La infraestructura pública no solo debe
ser resiliente ante las emergencias, sino también orientada a priorizar a
quienes requieren mayor protección. Es a esto a lo que nos referimos cuando
hablamos de seguridad humana: un enfoque que
ponga en el centro la vida digna de las personas y la protección de sus
derechos. No hay «kit de supervivencia» que nos salve individualmente, ni
rearme que nos de garantías frente a esta clase de crisis, que además serán más
frecuentes en el contexto actual de crisis ecosocial. La respuesta es
clara: no se trata de individualizar soluciones, sino de
fortalecer lo colectivo, y garantizar derechos para todas y todos.
No es momento de meterse en debates
tecnológicos o técnicos, mientras tienen lugar las investigaciones. La cuestión
fundamental es la importancia de la planificación pública y límites a los beneficios obscenos de las
eléctricas, que año tras año obtienen cifras récord a costa de la
clase trabajadora.
Aprovechamos para felicitar el
trabajo de los trabajadores de Red Eléctrica Española, pues han recuperado el
suministro en un tiempo corto, en un contexto inédito de mucha tensión y sin
experiencias previas. Un instrumento como REE es estratégico y debe volver a
ser 100% público.
Esta crisis nos recuerda que la lucha por lo público es la lucha por los derechos universales
de todas y todos. Seguiremos defendiendo un Estado que garantice
servicios robustos, accesibles y al servicio de la mayoría social.