Editorial El Salto Mayo 2021
En los comicios del 4
de mayo en la Comunidad de Madrid se enfrentan dos concepciones que trascienden
a la región madrileña y dibujan dos proyectos distintos de país: por un lado,
la de la Comunidad de Madrid como una de las 17 autonomías que conforman el
Reino en igualdad teórica de condiciones con el resto de regiones. En el otro
está la “España dentro de España”, terreno para el juego y la experimentación
de las teorías y las prácticas más neoliberales —y por ende generadoras de
desigualdad— donde las vergüenzas se tapan cada día más agitando banderitas
para regocijo de palmeros y ultras.
La visión del
trumpismo al estilo hispánico más desaforado, encarnado en una presidenta de la
Comunidad de Madrid que tiene detrás al halcón neocon Miguel Ángel Rodríguez,
ha creado en la Comunidad un cortijo particular para la élite patria que
practica el dumping fiscal con sus vecinas de esa España que Isabel Díaz Ayuso
dice defender. Una especie de paraíso fiscal que vacía de vida las castillas,
las andalucías y las extremaduras para beneficio de unos pocos mientras las
soflamas populistas hablan de bajar impuestos a toda la población. No, esa es
una mentira más: solo se beneficiará —y perpetuará—a la minoría que domina la
capital y que pone los fondos para que la derecha se mantenga donde está hoy,
siempre fiel al mandato de florentinos y villarmires.
La gran paradoja de
estas elecciones es que cobran importancia estatal porque existe la posibilidad
de que la Comunidad de Madrid deje de tener tanta importancia a nivel estatal.
El fin del paraíso fiscal madrileño —o al menos parte de él— y la posibilidad
de arañar el poder que ostenta la élite “marca España”, concentrada entre el
barrio de Salamanca y la Castellana, son este 4M una realidad palpable si la
izquierda consigue asaltar una región que no gobierna desde hace la friolera de
26 años. En tres décadas, solo consiguió en una ocasión los números necesarios
para gobernar. No fue suficiente. La élite realizó una de las maniobras más
vergonzosas y escandalosas de la democracia española: el tamayazo de 2003.
La movilización del
voto se hace necesidad en una región donde las tasas de desigualdad no han
parado de crecer en décadas y donde los servicios públicos han sido
desmantelados día a día, mes a mes, año a año, para repartir entre los halcones
de siempre los derechos de la población madrileña, convertidos ahora en
plusvalía.
Si los barrios y los
municipios con rentas más bajas votasen como lo hacen los más pudientes en la
región, predominaría el rojo frente al azul y apenas existiría la posibilidad
de que la extraña mezcla entre neofascista racista y ultraliberal nacionalista
que encarna la extrema derecha española pudiese obtener carteras autonómicas.
Imaginar un consejero de Vox es una visión que crea algo muy poco compatible
con la democracia: miedo.
Entre errores y palos
de ciego, y en una campaña en que cada ocurrencia de Ayuso o Abascal se ha
convertido en tema del día, colando una y otra vez sus mensajes y obligando a
ir a rebufo al resto de fuerzas, los partidos de izquierda han tenido un
acierto y han sabido ver dónde poner toda la carne en el asador: llamar a la
movilización por el voto sin grandes enfrentamientos entre ellos. Un voto
masivo desde los barrios y la población más humilde es un imperativo, una necesidad,
para acabar con el cortijo. Quién sabe, igual la espiral de confrontación y
populismo trumpista barato se acabe el 4 de mayo. Pero para eso toca movilizar
a quien no se moviliza.
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